En estos tiempos tan turbulentos y de apertura, resulta incomprensible el escándalo que se suscitó en 1857 en el Salón París al mostrar la obra «Jóvenes a orillas del Sena» de Gustave Coubert.
Dos jóvenes hermosas, cansadas del paseo durante un cálido día de verano, descansan a la sombra de unos árboles. Las dos aparecen lujosamente vestidas a la moda de la época. Para la crítica de ese entonces, resultaban impúdicas y vulgares, putas, mujeres mantenidas que encarnaban la pornografía del Segundo Imperio Francés. El filósofo Pierre Joseph Proudhon vio en ellas una denuncia moral del régimen. Según la singular mirada del filósofo, la de pelo castaño se entregaba a las fantasías eróticas, mientras la chica de cabello rubio se dedicaba a reflexionar sobre las acciones, obligaciones y especulaciones financieras.
El impacto que tuvo esta pintura sólo es explicable por el realismo totalmente nuevo que introdujo Coubert en la pintura, tanto en del modo de representación (colores vivos y descriptivos, que no se modifican notablemente por la claridad especifica de la hora del día, ni por el juego de luces y sombras) como en la forma de abordar el tema.
Coubert no mostró ni desnudos mitológicos (propios de la pintura de salón) ni bellezas orientales como Delacroix, sino la saturación absolutamente corriente de un paseo veraniego. Tampoco ha distanciado a las muchachas del espectador, sino que las ha puesto prácticamente a sus pies.