Unos de los tópicos del barroco es la imagen de dos filósofos griegos: Demócrito y Heráclito. Demócrito se ve risueño, alegre, muy entusiasta con el movimiento de los átomos, mientras Heráclito se le muestra melancólico, triste, con lágrimas en los ojos por el trágico paso del tiempo. Un ejemplo de esto lo da Francisco de Quevedo con un poema:
¿Qué te ríes, filósofo cornudo?
¿Qué sollozas, filósofo anegado?
Solo cumples, con ser recién casado,
como el otro cabrón, recién viudo.
¿Una propria miseria haceros pudo
cosquillas y pucheros? ¿Un pecado
es llanto y carcajada? He sospechado
que es la taberna más que lo sesudo.
¡Que no te agotes tú; que no te corras,
bufonazo de fábulas y chistes,
tal, que ni con los pésames te ahorras!
Diréis, por disculpar lo que bebistes,
que son las opiniones como zorras,
que uno las toma alegres y otro tristes.
El pintor Salvator Rosa, muestra en la postura clásica de la melancolía, en una escena de la descomposición, ruina y vacío. Las calaveras y huesos de animales, los indicios de una grandeza pretérita (urna, altar y cascos) y de poder en decadencia (el águila muerta) caracterizan este desolado lugar sobre el que pesan nubes grises. El único compañero vivo, en lo alto del árbol, es una lechuza, que también es símbolo de lo nocturno como de la sabiduría.
El Demócrito que aparece en la pintura, al contrario de la imagen que presenta Quevedo, lo vemos meditando sobre los motivos de su creación intelectual: la muerte, lo pasado, la quietud, lo que persiste vagamente en fragmentos. Si es el filosofo alegre, mayor es la tragedia al contemplarlo meditabundo: la alegría se desvanece al sentirse, al insinuar el memento mori, el momento de la muerte. Alegría fugaz que se pierde entre las manos como todas las cosas del reino de este mundo.
Por los elementos de la pintura, entonces la vanidad de los objetos no queda sin respuesta: en la figura del filósofo que cavila se encuentra ya en el germen de una respuesta, pero dicha respuesta se haya cubierta en la espesa neblina de la melancolía.