Las cosas pasan en el mundo como en las comedias de Gozzi, donde las mismas personas aparecen siempre con las mismas intenciones y la misma suerte. Los motivos y los sucesos difieren, sin duda, en cada argumento, pero el espíritu de los sucesos permanece siendo el mismo.
Los personajes de una pieza tampoco saben nada de lo que pasó en otra donde también eran acto-res. Así, después de toda la experiencia de las comedias precedentes, Pantalone no se ha vuelto más diestro ni más generoso, ni Tartaglia más honrado, ni Brighella más valiente, ni Colombina más virtuosa.
Nuestro mundo civilizado no es más que una gran mascarada. Encuéntranse allí caballeros, frailes, soldados, doctores, abogados, sacerdotes, filósofos y no sé que más aún. Pero no son lo que representan; son simples máscaras, bajo cuyos disfraces se ocultan la mayoría de las veces buscadores de dinero. Éste se pone la careta de la justicia y del derecho, con ayuda de un abogado, para ofender mejor a su semejante; el otro, con el mismo fin, ha elegido el antifaz del bien público y del patriotismo; el de más allá, el de la religión, de la fe inmaculada. Para toda clase de fines secretos más de uno se ha ocultado bajo el disfraz de la filosofía, como también de la filantropía, etc.
Las mujeres tienen menos donde escoger. La mayoría de las veces se ponen la careta de la virtud, del pudor, de la inocencia, de la modestia.
Hay también disfraces generales, como los dominós en los bailes de máscaras. Estos disfraces nos representan la honradez a carta cabal, la finura de modales, la simpatía sincera y la amistad aparatosa. La mayor parte del tiempo, como he dicho, no hay más que puros industriales, comerciantes, especuladores, bajo todos esos antifaces.
Desde este punto de vista, la única clase honrada es la de los comerciantes, únicos que se presentan como son y andan a cara descubierta. Por eso los han puesto en lo más bajo de la escala.
El médico ve al hombre en toda su debilidad; el jurisconsulto, en toda su perversidad; el teólogo, en toda su necedad.
Lo mismo que le basta una hoja a un botánico para reconocer toda la planta, lo mismo que un solo hueso bastaba a Cuvier para reconstruir todo el animal, así una sola acción característica por parte de un hombre puede permitir llegar al conocimiento exacto de su carácter, y por consiguiente, reconstituirlo en cierta medida, aun cuando se trata de una cosa insignificante. Cuanto más fútil sea la cosa, mejor, porque en los asuntos importantes los hombres están en guardia, mientras que, por el contrario, en las cosas pequeñas siguen su natural instinto, sin pensar mucho en ello.
Si alguien, a propósito de una fruslería, manifiesta por su conducta absolutamente egoísta y desconsiderada para con otro que el sentimiento de la justicia es extraño a su corazón, guárdese de confiarle un céntimo sin tomar las precauciones suficientes.
Según el mismo principio, hay que romper inmediatamente con esas personas que se llaman buenos amigos, cuando hasta en las menores cosas revelan un carácter malo, falso o vulgar, con el fin de precaveros de ese modo de las malas partidas que podrían jugaros en asuntos graves. Lo mismo digo de los criados del servicio doméstico.
Primero vivir solo que en medio de traidores.
Dejar aparecer la ira o el odio en las palabras o en el rostro es inútil, peligroso, imprudente, ridículo, ordinario. No se debe manifestar la cólera o el odio más que por actos. Los animales de sangre fría son los únicos que tienen veneno.
La urbanidad es prudencia, la descortesía es una estupidez. Crearse enemigos tan inútilmente y con tanta ligereza es un delirio, como prender fuego a su propia casa. La cortesía es, como las fichas de juego, una moneda notoriamente falsa. Ser económico de esta moneda, es carecer de talento; por el contrario, prodigarla es dar prueba de sentido común.
Nuestra confianza con los hombres no tiene muchísimas veces más causas que la pereza, el egoísmo y la vanidad. La pereza, cuando el hastío de reflexionar, de vigilar, de obrar, nos induce a confiarnos a alguien. El egoísmo, cuando la necesidad de hablar de nuestros asuntos nos incita a hacer confidencias. La vanidad, cuando tenemos algo ventajoso que decir referente a nosotros mismos. No por eso exigimos menos que se nos agradezca nuestra confianza.
Es prudente dejar sentir de vez en cuando a las personas, hombres y mujeres, que podemos pasarnos muy bien sin ellas. Esto fortalecer la amistad, y hasta con la mayoría de las gentes no es malo deslizar de tiempo en tiempo un tonillo desdeñoso respecto a ellas, y así hacen más caso de nuestra amistad. “Quien no estima, llega a ser estimado”, dice un proverbio italiano. Si alguien tiene mucho valor real a nuestros ojos, es preciso ocultárselo como si fuera un crimen. Esto no es muy grato, pero es así. Apenas si los perros soportan la gran amistad: mucho menos aún los hombres.
El perro, el único amigo del hombre, tiene un privilegio sobre todos los demás animales, un rasgo que le caracteriza, y es ese movimiento de cola tan benévolo, tan expresivo, tan profundamente honrado. ¡Qué contraste en favor de esta manera de saludar que le ha dado la Naturaleza, si se compara con las reverencias y horribles arrumacos que cambian los hombres en señal de cortesía! Esta seguridad de tierna amistad y devoción por arte del perro, es mil veces más segura, a lo menos al presente.
Lo que me hace tan grata la sociedad de mi perro, es la transparencia de su ser. Mi perro es transparente como el cristal.
Si no hubiera perros, no querría vivir.
Nada revela mejor la ignorancia del mundo como alegar cual prueba de los méritos y valía de un hombre que tiene muchos amigos. ¡Como si los hombres otorgasen su amistad con arreglo a la valía y al mérito! ¡Como si, por el contrario, no fueran semejantes a los perros, que aman a quien les acari-cia o solamente les echa huesos que roer, sin más halago! Quien mejor sabe acariciar a los hombres (aun cuando sean asquerosas alimañas), ese tiene muchos amigos.
“Ni amar ni odiar”, es la mitad de la prudencia humana. “No decir nada ni creer nada”, es la otra mitad. Pero ¡con qué placer se vuelve la espalda a un mundo que exige semejante cordura!
Los amigos se dicen sinceros; ¡los enemigos si que lo son! Por eso debiera tomarse la crítica de éstos como una medicina amarga, y aprender por ellos a conocerse uno mejor.
Puede ocurrir que sintamos la muerte de nuestros enemigos y adversarios -aun después de gran número de años-casi tantos como la de nuestros amigos. Es cuando los echamos de menos para ser testigos de nuestros brillantes triunfos.
La diferencia entre la vanidad y el orgullo está en que el orgullo es un convencimiento absoluto de nuestra superioridad en todas las cosas. Por el contrario, la vanidad es el deseo de despertar en los demás esa persuasión, con una secreta esperanza de dejarse a la larga convencer a sí mismo. El orgullo tiene, pues, origen en un convencimiento interior y directo que se tiene de su propia valía. Por el contrario, la vanidad busca apoyo en la opinión ajena para llegar a la propia estimación. La vanidad hace parlanchín; el orgullo hace silencioso.
El hombre vano debiera saber que la elevada opinión de los demás, objeto de sus esfuerzos, se obtiene mucho más fácilmente con un silencio continuo que con la palabra, aun cuando se tuvieran las más bellas cosas que decir.
No es orgulloso quien quiera; a lo sumo puede simularse el orgullo, pero como todo papel convencional, no podrá sostenerse hasta el fin. Sólo el convencimiento firme, profundo, inquebrantable, que se tiene de poseer cualidades superiores y excepcionales, es lo que hace realmente orgulloso. Podrá ser erróneo este convencimiento, o no fundarse más que en ventajas exteriores y convencionales; esto no obsta nada para el orgullo, si es serio y sincero.
El orgullo tiene sus raíces en nuestra propia convicción y no depende de nuestro capricho, lo mismo que cualquier otro conocimiento. Su peor enemigo, su más grande obstáculo, es la vanidad, que no solicita los aplausos ajenos más que para formarse un elevado concepto de sí mismo, al paso que el orgullo hace suponer que este sentimiento está ya enteramente consolidado en nosotros.
Muchas gentes vituperan y critican el orgullo; sin duda no tienen en si nada que pueda enorgullecerles.
La Naturaleza es lo más aristocrático del mundo. Todas las diferencias que establecen entre los hombres la alcurnia y la riqueza en Europa o las castas en la India, son una futesa en comparación de la distancia que la Naturaleza ha fijado irrevocablemente desde el punto de vista moral e intelectual.
En la aristocracia de la Naturaleza, como en las otras aristocracias, hay diez mil plebeyos por un noble, y millones por un príncipe. La gran multitud es el montón, el populacho. Por eso, dicho sea de paso, los patricios y los nobles de la Naturaleza debieran mezclarse tan poco con el populacho como los de los Estados, y vivir tanto más separados e inabordables cuanto más altos.
La tolerancia que se advierte y elogia a menudo en los grandes hombres, no es siempre más que el resultado del más profundo desprecio por el resto de los humanos. Cuando un grande ingenio está enteramente penetrado de este menosprecio, cesa de considerar a los hombres como semejantes suyos y de exigirles lo que se exige de sus iguales. Es tan tolerante entonces con ellos como con todos los demás animales, a los que no tenemos por qué acusarles de su falta de razón y de su bestialidad.
Todo el que no tenga alguna idea de la belleza física o intelectual, no experimenta el ciento por uno de las veces otra impresión, al ver o conocer de nuevo a ese ser que se llama hombre, que la de un ejemplar enteramente nuevo, verdaderamente original y que jamás hubiera adivinado, de un ser compuesto de fealdad, trivialidad, vulgaridad, perversidad, necedad, malignidad. Cuando me encuentro en medio de caras nuevas, me recuerda esto la Tentación de San Antonio, de Teniers, y otros cuadros análogos, donde a cada nueva deformidad monstruosa que veo, admiro la novedad de las combinaciones imaginadas por el pintor.
La maldición del hombre de genio es que, en la misma medida en que él parece grande y admirable a los demás, éstos le parecen a él a su vez pequeños y lastimosos. Durante toda su vida tiene que reprimir esta opinión, como ellos reprimen la suya. Sin embargo, está condenado a vivir en una isla desierta, donde no encuentra a nadie semejante a él, y que no tiene más moradores que monos y loros. Y siempre es víctima de esta ilusión, que le hace tomar de lejos un mono por un hombre.
Debo confesarlo sinceramente. La vista de cualquier animal me regocija al punto y me ensancha el corazón, sobre todo la de los perros, y luego la de todos los animales en libertad, aves, insectos, etc. Por el contrario, la vista de los hombres excita casi siempre en mí una aversión muy señalada, porque, con cortas excepciones, me ofrecen el espectáculo de las deformidades más horrorosas y variadas: fealdad física, expresión moral de bajas pasiones y de ambición despreciable, síntomas de locura y perversidades de todas clases y tamaños; en fin, una corrupción sórdida, fruto y resultado de hábitos degradantes. Por eso me aparto de ellos y huyo a refugiarme en la Naturaleza, feliz al encontrar allí los brutos.